06/10/2025
Presente en panqueques, tortas y alfajores, el dulce de leche es uno de los productos más emblemáticos de la gastronomía porteña. Pero no todos son iguales: el clásico y el colonial se diferencian en textura, sabor y uso. Conocé qué los hace únicos y por qué siguen conquistando paladares.
No hay postre argentino que no lo incluya. El dulce de leche es mucho más que un ingrediente: es parte de nuestra identidad culinaria. Desde las meriendas con tostadas hasta los helados artesanales, su presencia es infaltable en la mesa. Sin embargo, pocos saben que existen dos versiones principales que marcan la diferencia en sabor y textura: el clásico y el colonial.
Ambos comparten los mismos ingredientes base -leche, azúcar y un toque de bicarbonato-, pero el secreto está en el proceso. Y ahí es donde sus caminos se separan.
El dulce de leche tradicional es el que todos tenemos en casa. Su preparación implica cocinar los ingredientes a fuego lento y revolver constantemente para lograr una crema homogénea, suave y sin grumos. El resultado es una textura liviana y un color marrón claro, perfecto para untar, rellenar o acompañar postres.
Es el protagonista en tostadas, panqueques, flanes y, por supuesto, en los alfajores más clásicos. Su sabor es dulce pero equilibrado, ideal para quienes buscan esa cremosidad que se funde en la boca sin ser demasiado intensa.
Aunque parte de la misma receta, el colonial se diferencia desde la técnica. Aquí, la cocción es más prolongada y con menos batido, lo que transforma la textura en algo más espeso y granuloso, con un sabor profundo y caramelizado.
El color es notablemente más oscuro y su aspecto recuerda al dulce casero hecho en el campo. Es ideal para quienes disfrutan de sabores más marcados y una textura que se percibe con mayor presencia en el paladar. Por su densidad, suele usarse en recetas que necesitan estructura o simplemente para comer a cucharadas.
Hablar de dulce de leche también es hablar de historia. Y pocas marcas representan mejor esa tradición que Chimbote, el clásico marplatense que desde hace casi 90 años conquista a generaciones.
Todo comenzó en 1937, cuando Doña Rosa Bianchi y su familia decidieron emprender un proyecto que uniera su pasión por la gastronomía con sus raíces. La primera fábrica se instaló en la esquina de Avenida Jara y Calle 10, y más tarde se mudó a Santiago del Estero 1744, en Mar del Plata.
Curiosamente, el primer nombre de la marca fue El Administrador, pero dos décadas después dio paso a un nombre mucho más distintivo: Chimbote, inspirado en una ciudad peruana. La decisión no fue casual: buscaban un nombre poco común que se grabara en la memoria de los clientes.
La nueva etapa también trajo un cambio de sede, esta vez a Carlos Tejedor 450, desde donde comenzó a crecer y consolidarse como un clásico argentino.
En sus primeros años, Chimbote se distribuía en envases de cartón grandes, un formato que llamó la atención y se convirtió en parte de su identidad. Hoy, décadas después, siguen fabricándose con el mismo estilo, manteniendo la tipografía original y la icónica paleta de colores.
Ese toque nostálgico, sumado a su sabor inconfundible, convirtió al dulce de leche de Chimbote en uno de los souvenirs más buscados por quienes visitan Mar del Plata. Amado por locales y turistas, sigue siendo un clásico que no pasa de moda.
El paso del tiempo no ha hecho más que reafirmar el lugar del dulce de leche en la gastronomía porteña. Tanto el clásico como el colonial siguen presentes en restaurantes de Buenos Aires, cafeterías, heladerías artesanales y panaderías, donde chefs y pasteleros los reinterpretan en nuevas recetas sin perder la esencia.
Mientras el primero brilla en preparaciones suaves y elegantes, el segundo aporta un toque rústico e intenso que potencia sabores. La clave está en elegir el que mejor se adapte al uso que le querés dar.
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