Aquellos que hayan pasado alguna vez por la intersección entre las rutas 226 y 55, justo en el acceso a la ciudad bonaerense de Balcarce, y hayan tenido la suerte de entrar y degustar los sándwiches de la Confitería El Cruce, saben que a partir de entonces siempre se convierte en una parada obligatoria. La tentación es evidente: ocho lonchas de queso y 16 de jamón, entre dos rebanadas de pan francés horneado a leña. Con un peso de un kilogramo, a veces, como se hace a ojo, puede ser un poco más, y una longitud de casi 50 centímetros. Es tan grande que suelen compartirlo entre varios comensales.
"Lo más fascinante es el origen de esta tradición", revela Ignacio Rivera, quien representa la cuarta generación al frente del negocio. "Y hay que mencionar que mis bisabuelos tenían un estilo bastante exagerado... todo lo que preparaban lo hacían en grandes cantidades", añade con una sonrisa visible. Los protagonistas eran Miguel de Santis, de origen italiano, y su esposa, Romillia Sáenz, chilena, quienes en 1937 decidieron establecer un almacén de ramos generales en la intersección de caminos, conocida entonces como Las Huellas. Se trataba de una construcción de chapa con un techo de paja, donde los arrieros solían pernoctar y dejar sus caballos. Mientras Miguel salía con su carro para realizar ventas y trueques en los campos cercanos, Romillia se encargaba de atender a los viajeros.
"Un día, los visitantes insistieron tanto a mi bisabuelo para que sacara un jamón crudo que él mismo había preparado...", continúa Ignacio. Miguel tomó una cuchilla, cortó el jamón en lonchas largas, abrió una galleta de campo por la mitad y preparó un generoso sándwich. "Todos quedaron encantados... tan encantados que la fama se extendió rápidamente y todo el mundo acudía en busca de ese sándwich", relata.
En la década de 1960, con el crecimiento de Balcarce, Vialidad optó por construir una rotonda y asfaltar el cruce. Los terrenos donde se encontraba el boliche fueron expropiados. En lugar de lamentarse, Miguel decidió trasladarse apenas unos metros hacia atrás. En 1967, se inauguró el nuevo local, que aún permanece en el mismo lugar. El boliche es fácilmente reconocible: una gran lata de Pepsi, única en las rutas argentinas, se alza desde la entrada de una construcción típica de la zona, con tejado a dos aguas y tejas, parcialmente revestida con piedra de Mar del Plata.
A lo largo de los años, la tradición del característico sándwich de El Cruce ha perdurado prácticamente sin cambios. De la galleta se pasó al pan francés; lo que antes se cortaba a mano ahora se corta con una máquina eléctrica (que sigue siendo la misma). Y el tamaño sigue siendo impresionante: "Lo que siempre sorprende es la cantidad de fiambre y el tamaño... con un sándwich pueden comer cuatro personas fácilmente". Las opciones de menú incluyen jamón crudo, cocido, matambre y salame. También se ofrecen lomo o hamburguesa. Ninguna de estas opciones se sirve con guarniciones. Además del sándwich extra grande, hay opciones individuales y para dos personas (medio).
Ignacio cuenta que prácticamente creció dentro del negocio. Es el hijo de Mabel di Santis, nieta del fundador, y de Daniel Rivera, quien llegó a El Cruce a mediados de los años 80 para reemplazar a Miguel tras su retiro definitivo. Inicialmente, la propuesta era que cubriera su ausencia durante una semana hasta que encontraran a alguien más. Sin embargo, esa semana se convirtió en un mes, el mes se extendió a un año y ese año se transformó en 40. La vida de los Rivera-Di Santis se ha desarrollado de forma continua entre los mostradores, las heladeras, los panes y los fiambres.

"Cuando éramos pequeños, mi hermano Juan y yo pasábamos todo el día dentro del negocio", rememora Ignacio. En aquel entonces, El Cruce estaba abierto todos los días, desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. "Siempre estábamos entre las mesas, detrás del mostrador, con las máquinas, con mis padres y abuelos. Nos llevaban al negocio, dormíamos en el depósito y desayunábamos en las mesas del salón", relata.
Ignacio está convencido de que esta tradición perdurará. En un papel para envolver fiambres, esboza el árbol genealógico. Hacia el final, debajo de su nombre y el de su hermano, escribe "continuidad del negocio" y lo subraya. "Estoy estudiando arquitectura en Mar del Plata, pero cuando tengo tiempo libre, vengo aquí: la idea es seguir con esto", afirma con determinación.

Una de las cosas que más lo conmueven es la conexión duradera entre El Cruce y su clientela, incluso con aquellos que, por diversas razones, dejaron de visitar el lugar. Recientemente, vivió un encuentro que terminó con abrazos y lágrimas: "Un hombre de unos 40 años vino con su esposa y su hijo en brazos. Después de terminar su comida, se acercó al mostrador y nos contó que su abuelo lo había llevado al negocio por primera vez cuando él tenía seis años. Por diversas circunstancias, pasó varios años sin venir, y ahora estaba feliz de poder revivir esa experiencia trayendo a su propio hijo por primera vez".
"Lo que nos llena de alegría es saber que esto no solo es parte de la historia de nuestra familia, sino también de la de otras. Aquí encuentran los sabores, olores y sensaciones de su infancia. Es muy emocionante, me llena el corazón", añade. Para Ignacio, El Cruce es mucho más que un simple negocio: es una parte inseparable de su familia. Una historia que comenzó hace casi 90 años y que ahora está en sus manos para continuar.